Ella creía en las señales. En ese dejarse llevar por las pistas que le iba dando el destino. Como miguitas de pan en un laberinto. Así que cuando encontró una de sus antiguas monedas del I Ching en el suelo de su habitación, pensó: quizás debería buscar una respuesta.
Pero lo dejó pasar porque los asuntos cotidianos absorbían todo su tiempo. Y al día siguiente, después de haber tomado una decisión muy dolorosa sobre un asunto del corazón, se encontro tres moneditas alineadas perfectamente encima del escritorio.
Entonces sí, cogió el sabio libro y lanzó las monedas al aire.
La respuesta fue: T´ung Jèn, Cielo y Fuego. El libro le habló de que “cuándo nos relacionamos, estamos obligados a practicar la amabilidad, la humildad, la corrección, la ecuanimidad y la franqueza. Y que es impropio entablar o mantener relaciones en las que existan reservas o intenciones ocultas”.
Así fue como ella comprendió que estaba en el camino correcto y quien no lo estuviera sobraba en su vida.
Por más doloroso que fuera ese adiós, era más que necesario y el tiempo volvería a colocar todo en su lugar.