BAJO TIERRA NO DESCANSA…Un cuento de posguerra. Capítulo I


Hace muchos, muchos años ocurrió en tierras del Morrazo un suceso que cambió las vidas de las personas relacionadas con él.
Habían pasado ya casi veinticinco desde que terminara la guerra civil pero hay cosas que nunca se olvidan y a veces el pasado vuelve como un viento huracanado que no deja nada en su lugar más que la rabia y la pena.
Sin entrar en consideraciones políticas, no es comprensible ni lógico que tanto tiempo después de una guerra todavía existan fosas comunes que está prohibido desenterrar. Eso significa que esos cuerpos no descansan ni descansarán jamás los familiares, los amigos, las personas que les querían y que no tienen ni siquiera la oportunidad de tener un sitio al que llevarles flores.
Dicen que cuando alguien muere y ni siquiera puedes ver su cuerpo para despedirte, ese dolor te acompaña toda la vida. He pensado muchas veces si escribir o no esta historia, espero que sirva de homenaje sincero a todos aquellos que non han podido decir adiós. Es obvio que no puedo dar nombres ni lugares exactos por respeto a esas personas.

Era la época de sementar las patatas. A primera hora de la tarde Andrés se fue a trabajar las fincas y cuando ya llevaba un buen rato haciendo surcos para las semillas, de pronto su azada dió con algo que ofrecía resistencia. Se agachó delante de aquel cúmulo de tierra y vió un trozo de tela que sobresalía. Cavó alrededor con las manos y descubrió con sorpresa que allí había un cadáver.
Por su cabeza pasaron mil ideas. Historias contadas en tiempos de guerra. Personas del pueblo que habían sido asesinadas con la complicidad de la noche oscura y nadie había sabido nunca donde estaban sus cuerpos.
Le entró pánico y no supo que hacer, así que decidió volver a taparlo, marcar el lugar exacto e ir a ver a su vecino y mejor amigo para pedirle consejo.
Javier había sido maestro. Republicano. Su pecado haber creído que su país podría ser un lugar que habitar con orgullo, donde todos tendrían las mismas posibilidades y no habría esas grandes diferencias sociales heredadas de otros regímenes óscuros y nefastos. En tiempos de guerra, tuvo que huir con lo puesto en cuanto le avisaron que alguna noche de aquellas alguién iría a buscarle. Regresó años después pero todavía tenía miedo. Mucho miedo.

Esa tarde Andrés entró en su casa y sin ni siquiera saludar, le soltó:
-He encontrado un cadáver en mi finca. Creo que es uno de los que desaparecieron en tiempos de la guerra, cuando aquellos chulos falangistas de Cangas vinieron y se cargaron a unos cuantos, ¿te acuerdas?.
Javier asintió. Claro que se acordaba. Aquella noche él pudo haber sido uno de los muertos, pero huyó antes de que lo cogieran y gracias a unas amistades consiguió salir del país. Hizo memoria y recordó los nombres de aquellos vecinos del pueblo que habían desaparecido aquella noche. A dos de ellos los mataron detrás del cementerio. A otro en un camino cerca de la Escuela pero había dos más.
Sin mediar palabra los dos amigos se dirigieron a la finca. Ya estaba atardeciendo. Con mucha discreción se acercaron al lugar marcado y cavaron con las manos hasta conseguir desenterrar el cuerpo casi del todo. Buscaban algo que les dijera quien era.
A pesar del tiempo transcurrido la ropa que llevaba el cadáver estaba casi intacta, aunque el cuerpo era ya sólo un amasijo de huesos. Imposible reconocerlo. Pero quizás aquella chaqueta de lana verde sí sería reconocida por alguien.
Pensaron y discutieron sobre la magnitud del hecho. Que podrían hacer. Desde luego nada de llamar a la Guardia Civil. Seguramente se llevarían el cuerpo para enterrarlo en cualquier otro lugar y nunca más se sabría del asunto. Pero eso no sería lo correcto. Si quedaban familiares del muerto necesitaban saberlo y darle por fin una sepultura adecuada.
A Javier la chaqueta verde le resultaba familiar. Le contó a Andrés, que era algo más jóven, que se decía que a dos hermanos del pueblo los habían asesinado la misma noche. A uno lo encontraron cerca de la Ermita pero del otro nunca más se supo. Se decía que había intentado huir cuando los llevaban hacia el río, detrás de la iglesia, pero que luego le dieron caza y le mataron como a un perro nadie sabía donde exactamente.
La finca de Andrés quedaba cerca de la iglesia. A varios metros. Así que era probable que ese cuerpo fuera el de Manuel, el desaparecido. Ahora tendrían la dura tarea de ir a hablar con la familia para que uno de ellos viniera a reconocer el cadáver.
-Creo que debo ser yo el que hable con su familia. Se lo debo. Yo podría ser uno de los muertos si no hubiera huído a tiempo.-dijo Javier.

Andrés aceptó y pensaron como hacerlo sin que nadie más supiera lo que pasaba. Así que decidieron que lo más conveniente sería dirigirse cuanto antes a la casa de los Gil, que quedaba en la parte alta del pueblo y que uno de los familiares bajara a la finca para intentar reconocer los restos.

El camino que normalmente harían en poco más de cuarenta minutos, se les hizo eterno. Javier le fue contando a Andrés lo que sabía de los hermanos Gil.
Se llamaban Tucho y Manuel. Los habían denunciado por una cuestión de envidias y lindes, por rojos, como si llevar un color en el corazón pudiera ser un delito. Los sacaron de casa a rastras y a golpes. Les ataron las manos y los obligaron a caminar delante de sus verdugos en el silencio de la noche. Eran de una familia que vivía cerca del monte. Gente humilde que se dedicaba a labores del campo. Su padre murió poco después del crimen, seguramente de pena y su madre que ya era muy anciana hacía años que no salía de su casa. Quedaba una hermana, Líbia, con marido e hijos, que era una adolescente cuando ocurrió lo de los chicos.

Por fin llegaron. Se quedaron parados delante de la puerta sin atreverse a llamar. Hasta que Javier miró a Andrés a los ojos, asintió, tragó aire y tocó el timbre.
Una mujer abrió la puerta. Era Libia. Javier le dijo:
-Buenas tardes. Tenemos que hablar de un asunto delicado, ¿podemos pasar?.
Entraron hasta la cocina. Había dos niños jugando en el suelo. La madre los mandó salir y se sentaron a la mesa Libia, su marido, Javier y Andrés.
Javier les habló de lo que habían encontrado. Libia lloraba en silencio sin decir palabra hasta que se nombró la chaqueta verde.
-Manuel llevaba una chaqueta verde la noche en que…Lo recuerdo como si fuera ayer. Quiero verlo. Voy con vosotros. No le diremos nada a mi madre, que está muy enferma, hasta que sepamos si es mi hermano.

Hicieron el camino de vuelta sólo los dos amigos y Libia. El marido de ella, Sebastián, se quedó con los niños. Por fin llegaron a la finca. Andrés le mostró el sitio exacto y comenzaron a cavar con cuidado. Ya estaba anocheciendo. Al aparecer los huesos y lo poco que quedaba de aquella chaqueta verde, Libia comenzó a buscar con las manos un objeto que ella sabía que su hermano llevaba siempre. Una cadena de oro con una medallita que todos los hermanos usaban desde niños porque era un regalo de su madre. Y la encontró. La limpió un poco con la tela de su vestido, se desabrochó un par de botones del cuello de la blusa y allí estaba la que ella llevaba, exactamente iguales.
Estaba claro. Era Manuel.
-Es mi hermano. Estoy segura. Me gustaría llevarlo a mi casa. Velarlo toda la noche y luego enterrarlo debajo del cerezo, le gustaban tanto las cerezas…Tengo que hablar con mi marido, decírselo a mi madre. Lo mejor será que vengamos a buscarlo esta noche, de madrugada, sin que nadie nos vea. Tengo que hacer ahora lo que no nos dejaron hacer antes. Ya lloraré más tarde.

Libia era fuerte. No quiso que la acompañaran de vuelta a su casa. Al llegar abrazó a su marido, le contó lo de la cadenita, que ella llevaba apretada entre sus manos y fue a hablar con su madre. Erundina llevaba algunos años postrada en la cama. Lo único que la mantenía con vida era la esperanza de encontrar a su hijo.
-Mamá. Ha venido a vernos Javier el maestro,¿le recuerdas?. Su vecino Andrés, ha encontrado un cuerpo cavando en la finca. He ido a verlo y es Manuel. Tenía la cadena que tú le regalaste. Iremos a buscarlo en unas horas, cuando no haya gente por los caminos. Lo traeré de vuelta a casa, mamá, no te preocupes por nada. Traeré a mi hermano.

Y así fue como esa noche Libia y su marido bajaron a casa de Andrés. Ella llevaba una funda de almohada bordada a mano, de su ajuar de novia. Le había cosido uno de los extremos con puntadas de cariño. Entre los cuatro, en total silencio y sólo con la ayuda de una linterna, recuperaron los restos de la tierra. Los metieron en la funda blanca. No era posible conseguir un ataud con tan poco tiempo y además eso les delataría.
Andrés y Manuel les pidieron acompañarles en el duelo, asi que todos juntos volvieron a la casa de los Gil. Allí les esperaba la madre, de pie en la cocina, apoyada en un bastón. Era increible que aquella mujer se mantuviera en pie con lo enferma que estaba. (continuará)

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