Un sonido taladraba su cerebro.
Cientos de mariposas de diferentes colores y tamaños se agolpaban sobre el cristal de la ventana. Sus minúsculas patitas golpeaban rítmicamente: clap clap clap.
Las observó en silencio durante unos instantes que en realidad quizás fueron horas.
Ya el tiempo no fluía de la misma manera dentro de aquel habitáculo oscuro que antes fue considerado su hogar.
Afuera reinaba la niebla, pero los colores de las mariposas hacían aquello un poco más soportable.
Miró al techo y las telas de araña seguían allí. Aquellas arañas tejían sin descanso. De un día para otro ocupaban casi el total de las vigas de madera del salón. Empezó con una en una esquina pero no se atrevió a quitarla porque alguien le había dicho que daba mala suerte.
¿Mala suerte? la mala suerte la acosaba sin tregua. Era como una partida de ajedrez donde siempre ganaba el otro.
Antes de los insectos debía ocuparse de algo más urgente. Se sacó de las entrañas a aquel perro negro y famélico que aullaba cada noche desde lo más profundo de su alma.
Cogió una pala y lo llevo a rastras para enterrarlo en el bosque. El perro gemía pero ella fue implacable.
Para no perderse, fue dejando a su paso una estela de luciernagas que le indicarían el camino de vuelta a aquel caserón desolado.
Después de enterrar al perro, le puso encima de la tumba unas piedras enormes, para que no pudiera regresar.
Y le susurró al montículo:
-No vuelvas nunca más.
Siguiendo el sendero de lucecitas voló a través de la espesa niebla. El frío y la humedad se le habían colado muy adentro.
Las mariposas esperaban en la ventana. Decidió dejarlas entrar y abrió la puerta. Se colaron estrepitosamente entre murmullo de alas. Devoraron a las arañas y revolotearon por toda la casa, asi que ella pudo por fin desembarazarse de aquellas redes-trampa a golpes de escoba. Luego se metió en la cama buscando envolverse en la ternura de una manta tejida a mano por las manos de su abuela.
“Cuatros esquinitas tiene mi cama y cuatro angelitos me la guardan…”
Un sonido llegaba desde la puerta. Un frotar de uñas rascando en la madera. El perro negro quería volver a entrar. Pero ella no le dejó.
Nunca más.
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ahí, haciendo exorcismos internos 😉
Extraordinario!!!!